Te despertaste
sobresaltado, como cada mañana, por el recital de voces y estruendos de aquel
infernal despertador vintage. La
cabeza te estallaba y seguías teniendo ese horrible sabor a bilis en la boca.
Puntual, el despertador volvió a recordarte, a las seis y diez, que tu día se
repetía otra vez. Con tan sólo pulsar un par de botones tenías preparado aquel
insípido desayuno, que tenías que culminar con un café del estraperlo para
poder sobrellevar tu rutinaria rutina.
Tomaste el
primer metro que se dirigía a las afueras de la ciudad. De tu viejo maletín
sacaste un libro antiguo, de esos, pocos ya, que quedaban con páginas y olor a
imprenta, a papel guardado y tinta reposada. Los transeúntes de aquel vagón que
se desplazaba levitando gracias a un mecanismo magnético, que estaban
absorbidos por sus pergaminos electrónicos que revolucionaron el mercado hace
apenas año y medio, levantaron la cabeza atónitos, como si acabaran de
descubrir por primera vez el fuego, ya extinto, del que sólo se puede disfrutar
en los museos.
Ibas solo en el
metro cuando llegó tu parada. Una mujer anunció por megafonía, en los tres
idiomas que se hablaban en lo que quedaba de mundo, que la última parada
llegaba: «Colegio de Saberes Leonardo Da Vinci». La puerta principal del centro
estaba presidida por un gran escáner, de esos que había en los aeropuertos, que
analizaba el ADN y comprobaba quién entraba y quién salía. Una vez dentro,
recorriste los pasillos tortuosos y resplandecientes, desde donde se podía ver
el interior de las aulas gracias a aquellos cristales opuestos, que dejaban
entrar la luz a las aulas pero no permitían ver la realidad exterior.


Para los pocos
que aún asistían al colegio, tú eras un mero intermediario entre los
conocimientos básicos y su futuro. Los días se te hacían cada vez más largos. Una
copia del anterior. Lo mismo cada día. Lo mismo cada. Lo mismo. Lo. La rutina
se iba extendiendo por tu vida tan deprisa, que a veces creías que todo esto no
era verdad.
Al finalizar tu
jornada, volviste a casa en el mismo vagón de todos los días, el penúltimo, y
te sentaste el mismo asiento de siempre, el que va de frente, en el lado
izquierdo. Leíste las mismas páginas que habías leído hace exactamente un día. Bajaste,
puntual, a las veinte y veinte. Subiste por las angostas escaleras de tu
ruinoso edificio, que se mantenía bailando sobre un pie, hasta el último piso.
Sobresaltado te
despertaste. Miraste el móvil. Las cuatro y media. Todo había sido un sueño. Por
fortuna o por desgracia nada había cambiado. La rutina imperaba en tu vida pero
te llenaba, la educación continuaba siendo la misma y los mayores avances que
se habían conseguido era implantar las pizarras digitales e informatizar todos
los centros. Aliviado, te volviste a dormir. Seguía siendo mayo de 2030.
Me encanta la poesía de este relato. Me recordó a los relojes muertos de Eva María Medina Moreno (http://evammedina.blogspot.com.es/)
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